Y ENTONCES FUE CUANDO SUCEDIÓ (o la historia de mi parte de ultraje)
Debe de haber sido en 1973. Yo estaba a punto de terminar la
preparatoria o ya la había terminado. Ya era también mi tercer año en la
Academia de Arte Dramático de Bellas Artes de la Universidad de Sonora, materia
que la tomé como optativa cuando ingresé a la Prepa Unison, y el teatro se convirtió
en mi ocupación extracurricular por
nueve años.
Jorge
Velarde, quien fuera escenógrafo de la Unison, había formado y dirigía un grupo
de teatro que se conoció como “Compañía Sonorense de Teatro”, poniendo en
escena obras de gran envergadura, muy diferentes a las de la Academia de
Teatro, y evidentemente, todos queríamos participar.
Empezando
desde abajo, varios teatreros participamos en las obras de Jorge Velarde como
tramoyistas o extras, y como extras participamos en algunas puestas de “Los
Albañiles”, de Vicente Leñero. Se presentó primero en Hermosillo, en la obra en
construcción de lo que sería “V.H. Centro”, para deleite de los internos del
manicomio que estaba enseguida, precisamente donde está ubicado hoy Sanborns.
Los extras
lo que hacíamos era disfrazarnos de albañiles, llenándonos los guaraches o
zapatos de cal, utilizábamos pantalones de mezclilla viejos (lo que no era
problema, puros de ésos teníamos), una camisa desgastada (tampoco era problema,
estaban de moda y más si eran azules), y un sombrero de palma desorillado o una
gorra vieja o un gorro de periódico, y a cargar bloques o ladrillos o empujar
carretillas mientras se desarrollaba la pieza teatral, y todos felices, con
mucha dedicación.
No sé invitados
por quién, fuimos a presentar la obra en Bahía de Kino, en una explanada que
tenía como fondo unos departamentos en construcción. Mucho público, con muchos extranjeros
que no hablaban ni madre de español pero que aplaudieron mucho. Las obra se
presentó alrededor de las 20:00 horas, y para las 23:00 ya estábamos todos,
universitarios al fin, en la playa alrededor de unos baldes con barrilitos
Modelo, y una botella de Ron Canaima (barato, pero mejor que el Pancho Villa),
y ahí dormimos en el “Camarena”, hasta que el fuerte sol nos despertó. Era
domingo, y la mayoría quería quedarse, pero yo y otro compañero teníamos trabajos
que entregar o estudiar para un examen, no estoy seguro, y nos fueron a dejar
al camión que nos regresaría a Hermosillo (no puedo acordarme de quien era mi compañero,
pero era de mi misma edad, también estudiambre de casa de asistencia, y ambos éramos
flacos, con el pelo largo, y vestidos como albañiles, pues no nos quitamos el
disfraz, y nuestra ropa cada quien la traíamos en bolsas de plástico, de
aquellas negras donde te servían la cerveza con hielo en los expendios).
La cuestión
es que no desentonábamos con los demás pasajeros del autobús, con la diferencia
de que ellos sí se habían bañado, porque iban de compras o al cine a
Hermosillo, pero todos teníamos los mismos rasgos indígenas, la piel tostada y
casi todos llevábamos la bolsita de plástico, ellos no sé por qué.
Al llegar a
Hermosillo, pedimos bajarnos donde está el puente a desnivel, donde se separa
la Calle Veracruz del Bvd. Transversal, pues nosotros vivíamos para el norte de
la Ciudad, y el autobús iba al centro.
Y entonces fue cuando sucedió.
Veníamos por
la orilla norte que bordea el paso a desnivel y casi al terminar el puente, se
nos echó encima una patrulla, de la cual bajaron dos hombres corpulentos, o a
lo mejor yo los ví muy grandotes porque traían las manos en las pistolas. Deben
de haber sido “Judiciales” porque venían vestidos de vaquero, con tejana, cinto
piteado, y botas de piel de avestruz. El mayor, como de unos 40 años, tomó del
cuello a mi compañero, y el otro, de unos 28 o 30 años, se me vino encima para tomarme
con las dos manos de la camisa. Lo que no puedo olvidar es la mirada de ése
sujeto. Totalmente deshumanizada, como si yo fuera una cosa o un animal, con un
brillo en el fondo de ésos ojos que es el mismo que deben percibir las mujeres
en su violador, o los asesinados en sus asesinos. Debe ser la mirada del
cazador cuando ve la pieza centrada en la cruz de la mira de su poderoso rifle.
Mirada cruel y de codicia, de inconmensurable poder sobre el otro, y ante mi
pregunta de “¿Qué pasa, que quieren?”, tuvo el mismo efecto que el chillido de
un puerco cuando lo están desollando. Con una mano siguió deteniéndome del
cuello, mientras que con la otra, diestramente empezó a vaciarme los bolsillos:
mis cigarrillos Fiesta, fósforos, un paquete de chicles, unas monedas de a peso
y algunas de veinte centavos, las llaves de mi cuarto y mi pañuelo fueron a
parar al pavimento y se hizo de mi billetera. La abrió y encontró dos billetes
de $10.00 pesos, los tomó y me aventó al suelo para quitarme los zapatos, que
no creo que le hayan gustado, sino para ver si traía el dinero escondido en los
calcetines. Para ése momento, ésa codicia que se veía en sus ojos empezó a
cambiar al color de la rabia, y apretó sus quijadas como si yo lo hubiese
engañado u ofendido en lo más hondo, y en mi lucha, bueno, en mi sometimiento
oía a mi compañero que explicaba al otro judicial que no éramos trabajadores de
ningún campo, sino estudiantes, que vieran nuestras credenciales en la
billetera y que no teníamos dinero. Miró la billetera de mi compañero y vio la credencial
de la UNISON, y le dijo al otro, “Déjalo. Vámonos”, y entonces me soltó, y como
si fuese un perro al que le chifló el amo, se fue siguiendo al otro, se
subieron a la patrulla y desaparecieron quemando llanta, tan rápido como cuando
aparecieron. Ahí nos dejaron espantados todavía, llenos de coraje e impotencia,
y en silencio, juntamos nuestras cosas, las devolvimos a nuestros bolsillos,
tomamos nuestras bolsas de plástico y seguimos nuestro camino, todavía en
silencio. Cuando llegamos a la calle Reyes, me despedí de mi compañero, quien
todavía serio y sin dirigirme la mirada me contestó “nos vemos mañana”. Nos
sentíamos avergonzados, ultrajados, lastimados en nuestra dignidad, a tal punto
que no nos podíamos ver a los ojos.
No he podido
dejar de pensar en nuestros compañeros en el camión que nos trajo de Bahía Kino,
morenos, de rasgos indígenas, recién bañados, que con el dinero de su semana
ganado a 45 grados centígrados, venían a Hermosillo a realizar unas compras o
para ir al cine, y que tuvieran la maldición de encontrarse con los mismos
asaltantes.
Tampoco
puedo olvidar la mirada del depredador. La mirada deshumanizada, brillosa de
prepotencia y de gozar de impunidad, la mirada codiciosa y del color de la
rabia.
Afortunadamente,
con el tiempo, conocí a muchos agentes policiacos respetuosos, honestos, que
tomaban su profesión con un instinto paternal, de proteger y de cuidar, como
Don Carmelo.
Pero
desafortunadamente, la mirada del depredador la he vuelto a ver muchas veces. La
última, en un organismo oficial a la que llegó un remedo de persona con el nombramiento
en su mano, y con todo el descaro del mundo espetó la siguiente pregunta, como
si hubiese sido engañado, o al que le incumplieron la promesa un puesto mejor: “¿De
cuánto es el presupuesto que se maneja aquí?” La mirada con el mismo brillo y con
las mismas sombras.
Pero no sé por
qué, no puedo acordarme quien era mi compañero.
Hermosillo, Sonora, a 22 de septiembre de 2015.
Lic. Jesús Hidalgo Contreras.
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