SAN ANTONIO DE JUÁREZ


SAN ANTONIO DE JUÁREZ

Miguel Ángel Avilés

Para el Chuy Manriquez, que algo de esto me contó 








Ese pueblo de curvas y de cuestas había de guardar para siempre en su memoria el legado de aquel hombre de perseverante hechura como lo fue Don Lupercio Manríquez y Manríquez.
Desde la gasolinera que está a la entrada se pueden ver unas calles apacibles que invitan a recorrerlas cuando uno pasa por ahí: son las calles de San Antonio. 
Un antiquísimo chacuaco humea a lo lejos. Una empinada cuesta te hace sentir un vaivén emocionante en el estómago. Los carros bajan su velocidad frente a una tienda de paredes viejas y carcomidas y le dan el pase a una vaca que camina lentamente sin inmutarse. El caserío te recibe en silencio. 
Aquí, donde estás ahora, vivió Don Lupercio Manríquez y Manríquez, un hombre de arraigo, enamorado de su pueblo, con escolaridad apenas la necesaria, sin mucha experiencia en los menesteres públicos pero eso sí: enjundioso y terco como el solo cuando de alcanzar un propósito se trataba, sobre todo si era en beneficio de la tierra que lo vio nacer.
Esa fama ganada a ley fue la que seguramente ponderó el Presidente de la cabecera municipal para designarlo un día como el nuevo delegado del meritito San Antonio. Don Lupercio aceptó lleno de dicha y, emocionado, fue a contárselo a su familia, compuesta por doña Ubaldina y sus diez hijos varones, quienes contagiados por la euforia de Don Lupercio lanzaron vivas y dieron gracias a dios por hacerle justicia a tantos años de esfuerzo del nuevo delegado.
Don Lupercio, próximo a cumplir sesenta años, asumió su nuevo encargo y en su primer día de trabajo se puso sus mejores trapos, se relamió el cabello con una plasta de brillantina y con puntualidad inglesa, arribó al punto de la seis de la mañana a la improvisada oficina, esa abandonada Conasupo a punto de venirse abajo, donde a partir del primer lunes de Septiembre despacharía. 
Los habitantes de San Antonio estuvieron a la altura de tan distinguido nombramiento y el que no le dio palmadas en la espalda, lo fue a buscar a su casa para felicitarlo o para pedirle por adelantado que le acomodara a su hija en la primera oportunidad que tuviera.
Don Lupercio a nadie dejó sentido: al que no recibió en la calle, le brindó un minuto de su tiempo en la oficina. Agendó audiencias y escuchó a cuanta gente pudo. Así se pasó las dos primeras semanas; muy tarde llegaba a su casa, sólo para caer rendido en lo ancho de la cama. 
Don Lupercio, sin embargo, no era para estar sentado detrás de un improvisado escritorio compuesto por un destartalado comedor y un mantel que se trajo de su casa. El sabía que la chamba estaba afuera, por lo tanto se dispuso a gestionar todo cuanto fuera de provecho para los habitantes de San Antonio.
Un día le pidió a Ubaldina que le alistara la muda más presentable, limpió sus botas de piel de becerro con jabón de calabaza, se atrincó el sombrero que tenia para ocasiones especiales, le encargó los pocos animales que tenía a su familia y se fue de raite para la capital. Llegó a casa de una hermana, desayunó apurado unos huevos con machaca y se arrancó a su cometido.
Fue con el director de obras públicas y el señor le garantizó pavimento para una calle; se lanzó con la directora del DIF Municipal y le sacó el envío de un grupo de voluntarias para cortarle gratis el pelo a los niños y dar unas pláticas sobre adicciones; le hizo guardia al del Centro de Salud y consiguió una bola de medicinas para abastecer a la cruz roja del pueblo; le terqueó al Director de la policía y este le dio en comodato un carro que se había volcado meses antes y nadie lo había reclamado, para que lo usará como patrulla en las escasas calles de San Antonio. 
Antes de regresarse y por no dejar, abordó al coordinador de Cultura quien en alguna ocasión había ido a San Antonio en representación del Presidente Municipal y le explicó la razón de su visita. El joven aquel, de incipiente barba, pantalones de tubo, camisa de rojas flores y delineada figura se le quedó viendo, le ofreció agua y lo felicitó por su esmero. Hablaron de la vez que fue para allá, le regaló un altero de folletos que no hallaba que hacer con ellos, le confesó que le apenaba mucho pero no contaba con suficiente presupuesto para apoyarlo pero vengaparaacá le dijo y casi de la mano lo llevó a un galerón donde se arrumbaba todo lo que se iba desechando. Lo que crea que pueda servir de algo, lléveselo Don Lupercio, comentó el coordinador de muy buena gana, al tiempo que abrazaba al viejo y juntos empezaron a sortear caballetes, botes de pintura, mantas, torsos de barro, pinceles, cartelones, libros apolillados, cuadros rotos, mamparas, bastidores y don Lupercio echaba el ojo a todo lo que a su parecer pudiera serle útil para la vida cultural de San Antonio.
Don Lupercio, de pronto, clavó su vista en un rincón donde estaba una figura de gran tamaño. Se apartó de su anfitrión y se acercó con curiosidad a ese mono polvoriento que yacía recostado en la pared. Es don Benito Juárez, le indicó el joven quien ya estaba tras de él contagiado de alguna forma por la emoción de Don Lupercio. Estaba en un boulevard pero un tipo en una moto se lo llevó de corbata y nunca lo volvieron a poner. Aquí lleva como un año, termino de decir el mandamás de la cultura capitalina. 
Don Lupercio seguía viendo al benemérito sucio, lleno de polvo y mugre, casi intacto a no ser por la base arrancada de tajo por la moto y su nariz que se le había quebrado en el camino cuando lo trajeron unos bruscos policías días después del accidente.
¿Lo quiere?, le preguntó el lozano funcionario, nomás por no dejar, pues ya para entonces Don Lupercio lo llevaba arrastrando hacia la puerta, como si se tratara de un borracho.
Entre los dos lo subieron a la cajuela de la charanga que un día ante le había dado en comodato el director de la policía.
Don Lupercio pasó a despedirse de su hermana, se tremó al carro y no apaciguó la marcha hasta ver las cuestas de su querido San Antonio. Ubaldina y sus hijos lo vieron llegar y entre todos bajaron la reliquia para dejarla por lo pronto en el traspatio. En la cocina adyacente a su casa, le contó a detalle los beneficios conseguidos y ahí entre plática y comedera los sorprendió la noche.
Al día siguiente, muy temprano, cuando el sol empezaba apareció por entre los cerros, fue por el Gilillo, reconocido por el pueblo como el mejor resanador de San Antonio. Lo trajo a su casa y luego de mostrarle al indio zapoteco, le pidió que se lo llevara para que, cuanto antes, le pusiera la nariz que le hacía falta y de paso le diera una pintadita a todo el mono.
Don Lupercio, por su parte, se avocó a informarle a la gente los logros obtenidos en la capital y anunció, emocionado, que en unos días más todos serían testigos de la colocación de la primera estatua en el pueblo.
San Antonio, mientras tanto, pronto se vio invadido por las cortadoras de pelo, por carros que transportaban material para el pavimento de la calle, por unos señores muy serios con bata blanca que hablaron ante una docena de gente sobre los males que acarrean las drogas.
El Gilillo agarró la borrachera y no tenia para cuando terminar la misión encomendada. Don Lupercio, acompañado de cuatro de sus hijos, fue a su casa y lo increpó. El hombre, embrutecido, pretextó mil cosas: enfermó a su madre, culpó al clima, pidió más días y cuando ya se vio perdido, los corrió. Don Lupercio, frenético, observó que allá junto a unos botes de basura, tirado en un charco, estaba don Benito boja abajo, peor de sucio de cómo se lo había entregado días antes al resanador. Maldijo tanto descuido y entre él y sus chamacos sacaron a un Juárez batido en lodo, lo subieron a la cajuela de la ya funcional patrulla y, después de ponerle un trapo rojo en la cabeza a guisa de precaución, arrancaron indignados maldiciendo la antipatriótica peda del Gilillo.
Lo trasladaron de nuevo a su casa, lo bajaron con sumo cuidado y otra vez don Benito fue a dar al patio de Don Lupercio. No quiso perder más tiempo y le pidió a su hijo que fuera por el Rafa, el vocalista del único grupo musical de San Antonio que de vez en cuando trabajaba como ayudante de albañil. Le dijo lo que quería, trataron el precio y lo dejaron a solas con el de Guelatao, bajo la condición de que no se le pagaría hasta ver terminado su trabajo.
El Rafa fue a su casa por la herramienta, llegó de paso a una ferretería, compró yeso, estopa y cinco botes de pintura de spray y con la misma se regresó, sudoroso, a poner manos a la obra.
Don Lupercio fue a la cruz roja porque quería recibir personalmente unas cajas de medicinas que le había mandado de la capital, pero pidió a sus hijos que no dejaran ir al Rafa hasta que no terminara de restaurar al desfigurado pastorcito.
El Rafa, hombre obeso, lentes obscuros y de melena larga como la de Rigo Tovar sabía que labores como esas no le iban a caer tan fácilmente, así es que, entre cantada y cantada, no paró hasta ver concluida su tarea. Antes, entre todos pusieron a Juárez sobre una tabla que no hacía ni tanto utilizaba Don Lupercio para matar puercos, lo lavó con la manguera y lo puso a secar para reconstruirle la nariz y uno que otro pedazo que con tanto ajetreo fue dejando en el camino.
El Rafa, detallista para eso de las resanadas y celoso de su trabajo, no dejó que los hijos de don Lupercio metieran las manos a la hora de darle los últimos retoques. Acabó tarde, ya cuando la noche apenas si dejaba ver la silueta de don Benito, aceptó de buena gana la cena que le ofreció doña Ubaldina, les recomendó que lo dejaran secar un par de días y se tuvo que ir sin esperar a don Lupercio, porque, comentó orgulloso, lo traían muy desvelado las tocadas. 
Don Lupercio volvió en la madruga, y se acostó a dormir.
Al otro día, apenas clareando, se fue derechito al patio y, no lo vas a creer, pero si el Rafa hubiera estado ahí don Lupercio lo agarra a besos: y es que aquello que sus ojos veían le significaban la perfección, el encargo deseado, la armonía artesanal insuperable.
Lo observó desde un recodo y de otro y de otro más: luego, sin quitarle la vista de encima se sentó en una piedra y así estuvo, ido, por buen rato hasta que doña Ubaldina, recién levantada y con los pelos todavía hechos un mazacote, lo volvió a la vida poniéndole frente a sus ojos una taza despostillada de café caliente. 
En voz de ella escuchó las recomendaciones que había dejado el Rafa, asintió con la cabeza, aduló el excelente trabajo del músico y le dio la taza para que se la volviera a llenar.
Una hora más tarde, bien desayunado, ya estaba en la oficina viendo con satisfacción como desfilaban los niños del pueblo, para que unos fígaros le dejaran el pelo como dios manda y, a su vez, anunciando a cuanto podía la venidera instalación de la estatua de don Benito.
Nomás pasaron los días encomendados por el Rafa, Don Lupercio le pegó unas tentaditas al de San Pablo y al cerciorarse de que ya estaba seca, a gritos le pidió un juego de sábanas a su mujer, envolvió a la pesada efigie con ellas, y, la condujo hasta su cuarto en donde la dejó recostada junto a un ropero como si fuera una momia dormida.
La develación fue programada y la alegría arreció por todo el pueblo. Pero don Lupercio, previsor hasta de lo más simple, no quería que la estatua, reconstruida con tanto sacrificio, fuera a correr la misma suerte que cuando estuvo colocada en el Boulevard. Si bien es cierto, San Antonio era un pueblo sosegado y de muy pocos carromatos, uno bien sabe que el diablo nunca duerme; así que lo mejor era buscar el punto menos peligroso para que no ocurriera una desgracia como la provocada por aquel motociclista. 
Un día antes de la ocasión, don Lupercio pasó por el Rafa, le pagó la deuda y lo subió con él para decirle donde quería que instalara a don Benito. Agarraron derecho hacia el fondo del pueblo. Se pararon donde estaba un gran llano rodeado de pequeños cactus y flanqueado por un acantilado: ¡aquí lo quiero! ordenó don Lupercio con esa firmeza que lo caracterizaba.
Fueron por el bulto, pasaron por el material que ocuparía el Rafa y con la promesa de que sería bien recompensado, ahí lo dejó don Lupercio para que hiciera la base, pegara la estatua y dejara todo listo para el día siguiente.
A las ocho de la mañana, sorteando un fuerte calor tempranero, la gente comenzaba a arremolinarse frente aquella fachada imponente y envuelta con sábanas que alguna vez fueron blancas.
Don Lupercio y su familia llegaron vistiendo sus mejores prendas; Doña Ubaldina del brazo de su marido y seguidos por todos sus hijos cruzaron la valla formada por la gente casi levitando de la emoción y se colocaron a un lado de la estatua.
En cuanto detuvieron su andar, el Rafa, que ya había sido bien recompensado por don Lupercio, hizo una ademán a su grupo y de inmediato sonó una fanfarria que fue coronada con unos disparejos aplausos.
Después vinieron los cuchicheos y enseguida todas las miradas fueron a parar hasta donde estaba don Lupercio. El viejo enderezó el cuerpo, miró a los oyentes y de la bolsa de su camisa sacó una estampa de esas con las que tú y yo alguna vez cumplimos las tareas de la escuela y comenzó a deletrear con estridencia la biografía que venia al reverso: 
“Don Benito Juárez nació en el poblado de San Pablo Guelatao, perteneciente al Estado de Oaxaca, el 21 de Marzo de 1806. Sus padres fueron Marcelino Juárez y Brígida García, que eran de raza zapoteca y etc.”
El resto de la gente permaneció callada guardando un ceremonial silencio. Tan presto don Lupercio dio fin a su lectura, metió la estampa a la bolsa de su pantalón y se dispuso a develar la magna obra. Tiró de la cubierta y, en un santiamén, ahí estaba ante todo San Antonio el gran Don Benito Juárez soportado por una base altísima que lo hacía verse gigantesco, imponente, inalcanzable. 
El Rafa, quien aún traía esos pantalones de yute embarrados de cemento, había logrado en aquella estatua, alguna vez lodosa y arrumbada, una reconstrucción de nariz, digna del mas excéntrico galán de cine, pues ahora el Republicano la lucia respingadita, estilizada, envidiable, con un perfil castigador que jamás hubiera imaginado el oaxaqueño, el mismo que ahora frente a el gentío, se erguía fulgurante, gracias a ese color plateado que lo cubría de pies a cabeza como resultado de las múltiples pasadas que le dio el Rafa con la pintura de spray .
Ese episodio quedaría grabado para siempre en la memoria colectiva de San Antonio.
El pueblo todo es hora que aún evoca con añoranza heroica a don Lupercio Manríquez y Manríquez, ese hombre enjundioso y terco como ningún otro.
Sí llegases a pasar por San Antonio, detente un rato y pídele a cualquier viejo que te cuente a detalle la historia de esa estatua.
Yo se que todavía lo recuerdan todo. Hasta el nombre de los perros que, con furia, noche tras noche le estuvieron ladrando al luminoso don Benito durante poquito más de dos semanas. 

TEXTO PUBLICO 4 DE NOVIEMBRE 2011

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