La Madre del Alcalde.







LA MADRE DEL ALCALDE

Miguel Ángel Avilés




La gente es muy interesada, muuuuuuuy interesada, alarga Mamá cada vez que recuerda todo lo que vivió cuando mi hermano fue Presidente Municipal interino por un mes, ¡por un mes!


A todos nos dio gusto ese logro de mi hermano, pero ahora no quiero hablar de él; de eso en todo caso que se encarguen sus biógrafos. De lo que quiero hablarles es de la odisea que disfrutó Mamá durante este larguísimo mes.


Yo supongo que así es la fama: al principio es como vivir un sueño, un precioso sueño, pero después, conforme la fama crece, ese sueño se vuelve una terrible pesadilla.


Estoy seguro que eso le pasó a Mamá. Todo inició con felicitaciones las cuales recibió con emoción, orgullosa de mi hermano, pero sobre todo de ella misma, por tener la gracia de haberlo parido.


Las deferencias hacia su persona no fueron menores. En los primeros días del cargo, Mamá fue al mercado como suele hacerlo a diario, y unas horas más tarde volvió cargada de víveres de la mejor calidad, sin gastar un solo quinto, ya que los locatarios, sabedores de a quién había dado a luz hacía más de cuarenta años al nuevo presidente municipal, la paraban en seco cuando ella hacia como que iba a abrir el monedero.


Eso no era gratis. A la primera distracción de Mamá, llegaban como cascada los pliegos petitorios: “dígale al profe que ahí le encargo a mi hija, acaba de terminar la carrera”; “viera como me llega de agua doña ¿le puedo traer el recibo mañana?”; “¿no cree que su hijo me pudiera conseguir un descuentito en el predial?


Mamá, alérgica siempre a eso del nepotismo, sólo contestaba por cortesía con un “haberquepuedohacer, yavequeesoahoraestámásdifícil” al tiempo que su morral se iba apilando que de frescas piezas de pollo, que de rojas manzanas, que de gordos tomates, que de un quesito del sur, que de tortillas de harina precocidas, que de esto y de lo otro, lo cual hacia pandear a mamá, pero no podía rechazarlos, decía, “porque la gente, mi´jito, se ofende cuando la desairas.”


A Mamá le pesó la fama y llegó el momento en que rogaba a Dios para que el mes se fuera raudo.


Y es que en ese ensueño también la tenía que hacer de recepcionista o de secretaria particular, pues no había mañana que un viejo amigo del nuevo alcalde o una vecina con una receta llegaran tempranito a casa de mamá buscando a mi hermano.


Las primeras veces Mamá le mostró hasta los soldaditos con los que jugaba el ahora munícipe cuando era niño, pero lo poco agrada y lo mucho no sequé, así es que mamá a mitad del mes ya no fue tan tolerante con todo el desfile de conocidos, fue necesario advertirles que, por si no lo sabían, el señor alcalde despachaba en otro lado.


El goce ya había sido bastante. La gloria ya no tenía tan buen sabor, y el infierno de la fama le empezaba a cansar. Eso lo notó sobre todo una mañana que atendía a uno de los tantos peticionarios: sonó el teléfono y con ese pretexto, lo mandó a volar.


Contestó y la mala noticia le llegó de sopetón: mi tía Esther, la que tanto tiempo teníamos sin ver, acababa de morir. Mamá ya ni recordaba la última vez que la vio, pero sintió la obligación moral de ir al velorio.


Preguntó motivos del fallecimiento y esas cosas y cuando dejaba caer unas cuantas lágrimas, llegó mi hermano flanqueado por dos tipos de cara dura que después se sabría, era la escolta que de rigor le asignan a un funcionario de ese linaje.


Mamá les dio café y tortillas de harina con queso fresco regalado en el mercado y, cuando mi hermano se hacia el segundo taco, ella le dio la noticia. Alístese, suavizó mi hermano, y más tarde vengo por usted.










Una resolana se pasaba por aquellos dompes y motores viejos y un suelo negro con archipiélagos de aceite por donde iban y venían al trote una bola de niños como un ejército de duendes. Esa era la valla que habrían de cruzar todos para llegar hasta un rústico ataúd metálico que contenía los restos de mi tía Esther.


Frente aquella escena se estacionó una suburban del Ayuntamiento de la cual bajó el señor Alcalde seguido de Mamá, quien iba, como siempre, impecablemente vestida. Un traje sastre color perla, una medalla grande al pecho y dos enormes arracadas, le permitían lucir espectacular.


Los murmullos bajaron y subieron de tono. Los dos entraron con sus caras compungidas, y, justo cuando pasaban el umbral de la sala, mi tía Chayo, quien hacía más de quince años que no veía a mamá, aventó el rosario hacia no sé dónde y se le abalanzó al cuello y luego soltó el llanto desconsoladamente.


Con una habilidad de mago, presurosa sacó tres sillas y en un parpadeo resumió la enfermedad que llevo a la muerte a la tía Esther. Ya no volvió a tocar el tema; ahora estaba sumergida en la emoción que le causaba que junto a ella estuviera Mamá y por supuesto su sobrino: el Presidente Municipal, ambos acompañándola en tan quejumbroso momento.


Arrastró su silla hacia la de ellos y con un ademán hacia nosequien ordenó café con leche del clavel para los tres y le tomó la mano a Mamá para no volvérsela a soltar hasta después de cuatro horas, justo cuando ya iban a levantar el cuerpo.


Mi hermano se tomó el café a tragos gordos porque el deber llamaba y se fue de ahí, no sin antes saludar a quienes se presentaron como primos, sobrinos, ahijados, nietos, hermanas, hijos, cuñados, comadres, concuños, compadres, íntimas amigas, vecinas, yernos, nueras y a un sacerdote que iba llegando.


Mi tía Chayo lo despidió de beso y le prometió que no levantarían el cuerpo hasta que él regresara, para que dijera unas palabras.


Mamá se la pasó saludando a todo mundo. Mi tía Chayo se sentó con Mamá en la entrada de la casa y la bola se fue haciendo grande alrededor a la sombra de una lona para guarecerse del calor pegajoso y húmedo.


Mamá sacó de su bolsa un abanico de mano y se empezó a echar aire. Mi tía Chayo se levantó en el acto, fue por el abanico de pie que estaba junto al ataúd y apurada lo puso frente a las arracadas de mamá.


El batallón de niños no dejaba de jugar, corría por entre la bola de señoras de negro que se habían juntado en torno a mi tía Chayo y Mamá. Eso motivó que mi tía Chayo les llamara la atención en repetidas ocasiones. “¡No ven que le echan polvo a la señora!”, los increparía con voz fuerte y chillona.


Hasta Mamá llegó un hombre sucio y envejecido, con el pelo grisáceo y cuerpo pestilente. En su mano traía un bote de cerveza.Masculló unas palabras y otras más de las cuales sólo se entendió “mamá”. “Es Javier, tu hermano” aclaró mi tía Chayo, y mamá se le quedó viendo como si viera al pasado, a ese pasado hecho un rompecabezas al que le faltaban miles de pedazos por encontrar.


Los niños en tropel se volvieron a cruzar y entonces mi tía Chayo pasó de las palabras a los hechos. Se quitó un huarache y lo lanzó a la bola, estrellándolo en un blanco impersonal que los hizo replegarse por un buen rato.


Tomó del brazo a mamá y encaminó hacia cocina. Los comensales se limpiaron las manos en la ropa, y otra vez saludaron a mamá. Eran las cuatro de la tarde; en dos horas más levantarían el cuerpo de mi tía Esther. Mamá, no obstante, comió despreocupadamente ese plato caldo rebosante, que mi tía Chayo le acababa de servir.


Los presentes no querían desperdiciar la oportunidad de tener frente a ellos a la mismísima madre del Alcalde pero Mamá sólo tenía ojos para ese plato, así es que oía una petición y nomás movía la cabeza o pelaba los ojos como para dejar constancia del asombro que le causaba cada historia.


En esa cocina, reducida y lúgubre, iniciada con ladrillos y acabada con desechos de cartón, Mamá escuchó solicitudes de terrenos, de botes de pintura, de cartón negro, de anuencias para expendios, de prótesis, de ebcas, de legalización de predios, de andaderas para viejitos y, en eso estaban, cuando mamá sintió una mano en la espalda y todos callaron, menos Javier quien abrazó a mamá y le quiso decir no sé qué cosa y se soltó llorando y así pasaron las horas, hasta que alguien anunció que había llegado la carroza.


Mi tía Chayo llegó hasta mamá y tomándola de la mano se la besó y se soltó llorando en su hombro. Mamá la abrazo y la llevó hasta el féretro. Mi tía Esther yacía con una bata color crema con unos holanes que le circundaban todo cuello. Tenía la piel de cera y el cabello extendido como si ella misma se acabara de peinar.. Las manos unidas caían en su pecho y aprisionaban el borde de un rosario que mi tía Chayo le colocó cuidadosamente para garantizar que descansara en paz.


Mi tía Chayo y Mamá la miraron abrazadas, mientras decían algo bien quedito. Mi tía se limpió las lágrimas con una servilleta y volteó con lentitud hacia el reloj que, en forma de girasol, colgaba de la pared. Dos jóvenes parcos, de camisa blanca y pantalón oscuro se pararon junto a mi tía Chayo sin decir nada, y diciendo mucho. Encendió su su llanto y se recostó, babeando, en el pecho de Mamá. Los demás parientes se acercaron a consolarla; Mamá la retiró del féretro, diciéndole que mi tía Esther ya estaba descansando y todas esas cosas de rigor que se dicen al doliente. Calló un poco, solo para decirle a Mamá que mi hermano no había llegado. Mamá quiso apaciguarla, pero mi tía Chayo embistió estridente con más llanto y se le prendió del cuello. Las dos trastabillaron y a punto estuvieron de caer sobre dos mujeres que oraban una apresurada letanía.


Mamá aprovechó y se la fue llevando hacia la puerta, con la idea de endosársela al primer familiar que se pusiera enfrente. Dos hombres de regular tamaño, lentes oscuros y visible agotamiento vinieron a su encuentro, y Mamá les aventó a mi tía Chayo, quien ya desfallecía.


Mientras sostenían como un borracho a mi tía Chayo, los hombres le comunicaron a Mamá lo inesperado: las tortillas con queso y las varias tazas de café habían causado efectos en el estómago de mi hermano y no regresaría.


Mi tía Chayo se enderezó tan pronto escuchó la noticia, se limpió la nariz con el antebrazo y dispuso: Pues tú vas a tener que decir las palabras, le dijo a Mamá, casi como una orden . Luego siguió llorando.


En el interior, cuatro hombres rudos estaban por levantar el ataúd. Tres mujeres iban recogiendo las coronas y los ramos de flores que estaban dispersas por toda la sala. Javier miraba desde la puerta con un mirar nebuloso, lejano, solitario.


Mamá, muy a fuerzas según diría después, tomó las riendas del cortejo y pidió a los presentes que hicieran una valla. Mujeres y niños se comenzaron a formar. Los hombres se quitaron los sombreros y agacharon la cabeza con solemne lentitud.


Acá un llanto, allá un sollozo, ahí un puchero, al fondo un silencio y un olor a flores muertas.


Los hombres empezaron a sacar el féretro y atrás se fue quedando un silencio. Mi tía Esther ya no sentiría más aquella resolana que pegaba fuerte. Cuando estaban por traspasar la valla, Mamá les pidió un alto con la mano al frente, y los hombres detuvieron su marcha. Mamá echó sus manos hacia atrás y enderezó el cuerpo. Mi tía Chayo mandó callar a todos con un chillido, y se dispusieron a escuchar aquel discurso:


“Señoras y señores: nos encontramos aquí reunidos para despedir como se merece a la hermana Esther…una mujer en toda la extensión de la palabra, como esas que tanto necesita el estado y el país…Tal vez no sea yo la más indicada para dedicarles estas últimas palabras… Quizá esté yo aquí de mera casualidad sin merecerlo; este lugar, lo sé, debería estar ocupado por mi hijo, pero ante la urgente eventualidad que tuvo, no me queda mas que el inmerecido privilegio de ocupar su lugar en este trance tan amargo para todos, y pedirle no un minuto de silencio, sino todo un minuto de aplausos para ella, la gran Esther, a quien no le podemos decir adiós, sino hasta luego….”


Cuerpos sudorosos y al borde del desmayo, coronaron esas palabras con un estrepitoso aplauso que se fue apagando disparejamente.


Mi tía Chayo se le echó encima con un expresivo abrazo y, ahí, en su cobijo, soltó de nuevo el llanto como la mejor de las plañideras.


Los hombres rudos levantaron el ataúd y cansinamente lo depositaron en la carroza. Los carros encendían sus motores. Un trío de mujeres retacaba de coronas a un pick up, mientras unos niños acarreaban las flores.


Acá de nuevo un llanto, allá un sollozo, ahí un puchero, al fondo un silencio y un olor a flores muertas.


Mi tía Chayo, gemebunda, tomó del brazo a Mamá y se encaminaron hacia la carroza. El chofer, encubierto en negras gafas, aceleraba con brusquedad y miraba a mi tía chayo por el retrovisor con ojos destellantes…


La tarde ofrecía un matiz crepuscular. Era, sin duda, el mes de claroscuros que estaba por terminar.






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