Praxis religiosa
COSAS DE TODOS LOS DÍAS.
Práxis religiosa.
Era tarde cuando nos avisaron. Norma estaba en una reunión y me pidió que
pasara por ella para ir al Hospital, que María su sobrina había perdido su bebé
nonato. Sentí lo que la gente llama “se me estrujó el corazón”, porque no hacía
ni dos semanas recibimos la visita de ella y su esposo, con caras de sol y los
ojos llenos de estrellas de tanta felicidad, para dejar las invitaciones del
baby Chower. El bebé nacería para mediados de abril. Su unigénito, que ya tenía
10 años, por fin tendría un hermanito. Hablaba uno y después el otro, en un
monólogo compartido, y nos dejaron iluminados con sus amplias sonrisas de felicidad.
Después de tomar un café se retiraron dejando mi casa como si recién la
hubieran pintado, toda impregnada de ésa luminosidad que da la paz y la
esperanza.
Llegamos al Hospital, que por cierto no me gusta porque es un recordatorio
crudo en sus olores y apariencia de mi mortalidad y al dirigirnos a la
recepción a solicitar informes, vi la inconfundible figura de Humberto al fondo
de uno de los pasillos. Nos vio y se encaminó a nosotros hablando por el
celular, recibió nuestros abrazos hablando por el celular, y al finalizar la
llamada empezó a entregarnos la reseña de los hechos. Que todo estaba normal,
que el viernes anterior habían visto al médico que dijo que todo estaba
perfectamente bien. Que María estaba con su hermana y rompió la fuente. Que
llamaron al médico en el trayecto y que cuando llegaron ya estaba ahí, y que
cuando vio la cara de María, la del Doctor se puso sombría. Que la pasaron
inmediatamente al quirófano, y después de un indeterminado tiempo (ése tiempo
de espera de hospital que nunca sabemos si es mucho o poco, porque siempre se
hace interminable), el médico les informó que el bebé estaba muerto, que había
practicado la cesárea y que esperaban que ella, que estaba en cuidados
intensivos, se recuperara. Salimos del Hospital a fumarnos un cigarrillo, y nos
decía, más para él que para nosotros, que era la voluntad de Dios, que lo que
quería es que su mujer estuviera bien, que ya había hablado con ella pero que
no tuvo el valor de decirle que había perdido el bebé. Que el médico ya le
había dicho, pero como apenas estaba saliendo de la anestesia, aún no captaba
bien la noticia.
No sé de donde
llegaron y no se quien les avisó. Eran como cinco mujeres jóvenes, vestidas
decorosamente, sin maquillaje o con maquillaje muy tenue. Caminaban con
seguridad y al mismo paso, y la seguridad les daba un aspecto de dignidad.
Saludaron a Humberto y esperaron a que éste les guiara donde estaba María. Mi
esposa me comentó que eran hermanas de religión de su sobrina, porque ya no era
católica. Entraron a la habitación de la enferma y se hicieron cargo de la
situación. La saludaron, la besaron y se sentaron a su alrededor. Una de ellas
tomó su mano y las demás empezaron a acomodar su cabello, su cama, otra le tomó
sus pies y empezó a masajearlos. Le exigieron que se aferrara de su fe. Le
dijeron que el bebé no era suyo, que era de Dios como lo somos todos, y que
Dios puede reclamar la presencia de cualquiera de nosotros en cualquier
momento. Y vi que la llenaron de fortaleza, Y empezaron a rezar unas oraciones
distintas a las letanías que aprendemos desde niños. Era una plática con Dios,
con el mismo Dios de mis padres, pero en forma distinta, y era distinta porque
era una hermandad en práctica, era la mano tendida al necesitado, la caricia y
el abrazo que atenúa el dolor, la cólera y la desesperanza.
María se veía
tranquila, recibiendo la fortaleza que le proporcionaban sus hermanas de
religión, compartiendo su dolor como si fuera un amargo pastel, una tajada para
cada una y así te toca menos, y ellas, aferradas a su fe, la tomaban y no la
soltaban, como si fueran eslabones de una fuerte cadena con la que te atan e
impiden que te sumerjas en el abismo de la desesperación y el dolor. Ni
siquiera, pensaba yo, necesitan mencionar a Dios. Basta con que sostengan tu
mano y te acompañen en ésos momentos de intenso e insoportable dolor del alma o
del cuerpo, para que esté presente el Dios que tú quieras. Eran casi las doce
de la noche, y ésas mujeres deben de haber dejado a sus hijos, a sus maridos,
para cumplir con el sagrado deber de confortar a una hermana.
Para no molestar y
dejar espacio para los familiares más directos, nos retiramos.
Sentíamos dolor por la
pérdida de algo tan deseado por María y Humberto y guardamos silencio un buen
trecho.
Casi llegando a casa,
mi mujer comentó: “¡Que pasa con nuestra religión? Viste como son ellos?”.
Y le contesté: No te
apures. Nuestros correligionarios cumplen con sus principios religiosos rezando
en Facebook para que todo mundo se dé cuenta de lo piadosos que son.
Pero espero que Dios tenga Facebook.
Semana santa de 2013.
Jesús Hidalgo Contreras.
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